UN TRABAJO EXTRAORDINARIO
Doña Rosa era una ascensorista de un viejo edificio de Juzgados, el cual permanecía congestionado. Las personas entraban y se atiborraban en el viejo ascensor que ella manejaba. Cuando se abría la puerta, la multitud que salía empujaba a la que quería entrar, situación que se repetía en casi todos los pisos. A pesar de todo eso, doña Rosa cuidaba su ascensor como si fuera el más fino y valioso. Cada mañana, ella pulía las partes metálicas y las aseaba lo mejor posible. A pesar de esto, andaba siempre sonriente y entusiasta, saludaba y se despedía al abrir y cerrar las puertas, sorprendía a las personas al recordar sus nombres, bromeaba para que la gente sonriera y respondía con amabilidad a todas las preguntas que le formulaban. Aparte de eso vendía papel oficial, sellos de correo y en sus pocos ratos libres tejía ropa para bebés. Un día alguien le preguntó cómo podía permanecer tan contenta en esa clase de trabajo incómodo, rutinario y con tan poco sueldo. A lo que ella contestó: