Salvados en medio de la nada



Mis cuatro hijos y yo, tres de ellos menores de seis y uno de trece años, comenzamos a empacar y guardar todas las cosas necesarias en nuestra camioneta. Vivíamos al oeste de Massachusetts y acostumbrábamos pasar el día de acción de gracias en casa de mis padres, en nueva York. Una semana antes, mi esposo me había dejado, y de ahora en adelante éramos solo mis pequeños y yo. Era la primera vez que hacíamos este viaje sin mi marido, por lo que creo que estaba un poco mejor. Sin darnos cuenta ya estábamos en la autopista. Todo iba saliendo bien, con las necesarias paradas, y ya como a las cuatro de la tarde habíamos pasado el Bronx de Nueva York, y estábamos en la I-95, la autopista que llevaba directo a casa de mis padres. Fue allí cuando de repente el motor se apagó y no quiso prender más. El miedo se apoderó de mí, pero no se lo demostré a mis hijos. ¿Y ahora que voy a hacer, Dios mío? ¿Cómo me sacarás de este apuro? Estábamos en medio de la nada. Y lo único que podía ver era una muralla al lado de la carretera y un terraplén. Pedí a Dios su protección, y les dije a los niños que se quedaran en el carro, que iba a buscar ayuda. Así que salí y comencé a hacer señas a todos los autos que pasaban, pero ninguno nos hacía caso. Por lo que decidí caminar y me paré en aquel terraplén gritando por ayuda, pero sin ningún resultado. Todo estaba blanco, cubierto por la nieve. Así que decidí volver al carro a ver que otra cosa se me ocurría hacer. Pero mientras caminaba e imploraba a Dios, de pronto vi nuevamente colina abajo del terraplén, la columna de humo, que solo sale de una chimenea. Rápidamente bajé aquella colina, hasta que llegué a la casa, llena de nieve, y toqué a la puerta. Me abrió una amable señora, y desesperada y sin tomar aliento, le conté mi situación y la de mis pequeños. Entonces ella me dijo: “Ah, usted debe haber visto el gran camión remolque que tenemos, pues ese es el trabajo de mi hijo”. Cuando volteé mi cabeza vi una enorme grúa, un poco cubierta de nieve. No lo podía creer, Dios había permitido aquel problema, pero dándonos una muy oportuna solución. Así fue como el amable hijo de aquella abuelita, montó nuestra camioneta en su grúa, y nos montó a nosotros adelante con él, a bordo del gran camión. El conductor me prestó su teléfono celular para avisarle a mis padres por qué nos habíamos demorado, y que ya íbamos en camino. Cruzamos el puente Long Island y en menos de media hora ya estábamos en casa de papá y mamá, llenos de felicidad, sobre todo en estos momentos en los que me sentía más desamparada por el divorcio. Fue entonces que me di cuenta de que nunca estaría a cargo de todo yo sola, y que tan sólo debía confiar en el amor de Dios.
No estamos solos, ninguno de nosotros lo está. No importa que fase de tu vida estés atravesando, ten por seguro que no estás solo, pues, “en medio de la nieve” de nuestros propios problemas”, “está esa grúa” que Dios tiene para ti en el momento en que sientas que ya no puedas mas. No pierdas la esperanza. ¡Que Dios te de un Feliz Día!     Any Aular

Comentarios

Entradas populares de este blog

LA NIÑA, LA PIEDRA Y EL CABALLO

La niña, la piedra y el caballo

EL NIÑO DE LAS MIL COSQUILLAS