El abrazo que me salvó
Mi
esposo Larry y yo llevábamos poco tiempo jubilados, pero estábamos un poco
agitados, debido a la mudanza que estábamos preparando a nuestra casa de
veraneo en el Lago Roosevelt. La temperatura era insoportable, más de 50 grados
centígrados. Alquilamos una casa rodante y yo salí un momento, para comprar las
cosas de último minuto. Tomé la camioneta, y después de realizar las
diligencias, se me ocurrió regresar por otro camino que me ahorraría tiempo. Me
acomodé los lentes y subí el aire acondicionado. Tomé un sorbo de agua de la botella que traía
conmigo, y entonces perdí el control. El coche se volteó, y comencé a rodar y
dar vueltas. De pronto sentí un par de brazos que me rodearon fuertemente, y me
mantuvieron segura. Lo primero que vino a mi mente, es que eran los brazos de
un ángel. Después de rodar por cuarta vez, el coche se detuvo en seco,
exactamente en la orilla derecha de la carretera. Había vidrios rotos de las
ventanas, por todas partes, que me lastimaban. Mi instinto era salir lo más
rápido posible, pero no podía. Todavía sentía la presencia del ángel que me
había sostenido como un cinturón de seguridad celestial. Sentía una calma y un
amor sobrenaturales. De pronto me di
cuenta de que estaba descalza, pero al mirar por la ventana, vi mis zapatos, colocados uno al lado del otro,
perfectamente alineados, listos para que me calzara, y mis lentes justo al lado
de ellos. No había terminado de salir de la camioneta, cuando ya había personas
a mí alrededor y una ambulancia ya estaba llegando. Me sentía completamente
tranquila, y con muy poco dolor a pesar de los vidrios incrustados. Me llevaron
a un hospital local donde se encargaron de atenderme. Cada dos días durante una
semana las enfermeras limpiaban mi piel de la grava y los vidrios, y atendían
unas pequeñas quemaduras. No tenía huesos rotos, ninguna conmoción cerebral, y
para asombro de todos, la camioneta, junto con la casa rodante, no habían
sufrido ningún daño. Larry y yo tuvimos que posponer nuestro viaje. Ahora
sabíamos que una fuerza mayor que nosotros, nos protegía, y nos acababa de
regalar muchos más veranos juntos. Cuán
grande es el amor de Dios. No hay palabras que lo puedan describir, y no existe
manera de medirlo. Es infinito, y llega a cualquier rincón de nuestras vidas y
circunstancias. Nada es demasiado grande o pesado, que el amor de Dios no pueda
alcanzar y cubrir. Si vivimos con ésta certeza, podremos experimentar y vivir
esa tranquilidad y la paz sobrenatural que provienen de Dios, nuestro creador.
No tengamos miedo, pues nada se escapa de las manos de nuestro Padre Celestial.
Él está más cerca de ti de lo que imaginas. ¡Que Dios te de un Feliz Día! Any Aular
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