El conejito de cerámica
“Ayúdame mamá”, susurré. “Muéstrame que todo va a estar
bien”. Era miércoles por la noche y estaba acostada, tratando de dormir. Mi
esposo ya se había dormido. Los últimos tres meses habían sido difíciles para
nosotros. Me había dado una gripe y había comenzado a sentir un dolor en mi
abdomen en el lado derecho que iba en aumento. Me habían hecho múltiples
exploraciones pero no habían encontrado nada. A la mañana siguiente me harían
una exploración de la vesícula biliar y estaba asustada. Pensaba que iba a
morir igual que mi madre. Perdí a mi mamá, Anita, a los 24 años. De repente le
encontraron una enfermedad degenerativa. Su declive fue rápido hasta que murió.
La extrañaba mucho y deseaba recibir su consuelo en estos momentos. Tenía un
hijo de 15 años y otro de apenas 8, y temía que quedaran sin mí. Pensando en mi
madre y hablando con Dios me quedé dormida. A la mañana siguiente me realizaron
el examen pero no me dijeron nada, pues debía esperar a que el médico examinara
la prueba. Mientras iba manejando ví un letrero en una de las calles que
anunciaba una venta de garaje. Decidí detenerme, pues me encantaban, y así me
distraería un poco. Cuando llegué ví tres mesas llenas de lámparas y adornos de
todo tipo. Un conejito de cerámica en particular me llamó la atención. Cuando
lo ví pensé en mi madre y en el curso de cerámica que había hecho muchos años
atrás, y en cómo le encantaba hacer este tipo de cosas para regalar. Me costó
un dólar. Cuando iba en dirección al carro, volteé el conejito y sin poder
creerlo ví la conocida firma de mi madre en él. El shock fue tan grande que caí
de rodillas. El dueño de la venta de garaje corrió hacia mí para saber si
estaba bien. Cuando me levanté le pregunté cómo había obtenido ese conejito de
cerámica, y él me dijo que muchos años atrás se lo habían regalado a su suegra.
Resulta que sus suegros eran vecinos de mi madre y habían recibido ese regalo
de ella. Cuando me metí en el carro lloré con el conejito apretado en mi pecho.
Sabía que Dios me lo había dado para que recibiera el consuelo que necesitaba
de mi mamá. De pronto sentí una gran paz y supe que sin importar lo que ese
examen revelara, todo iba a salir bien. Resulta que el problema era mi vesícula
biliar. Me la sacaron y yo volví a la normalidad. El conejito ha estado por
años adornando una repisa de nuestra sala, y cada vez que me acurruco en el
sofá y lo veo siento a Dios y siento el consuelo de mi madre. Sé que Dios me
habló aquel día y que nos sigue cuidando.
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